miércoles, marzo 30, 2005

Até sempre, Djalminha!

Djalma Feitoza Dias, Djalminha, se retira. La magia, la imaginación, el talento, la calidad técnica y la pasión pierden al último de sus soldados.

Y es que el balompié moderno no tiene sitio para un jugador como Djalminha, cuyo genio depende de un carácter que le granjea enemigos entre sus propios compañeros y pitidos desde las gradas que pagaban sus entradas sólo para verlo jugar a él. Este fútbol de megaestrellas del papel cuché, de operaciones macroeconómicas basadas en la especulación más burda; este fútbol de fuerza, orden prusiano y catenaccio, no tiene cabida para el genio en estado puro ni para la inspiración salvaje e indisciplinada de Djalminha. Su frase "yo y Rivaldo somos los últimos brasileños" es cierta aunque duela a muchos (me gusta pensar además que la dijo así, poniéndose él delante). Las nuevas generaciones de futbolistas brasileños abandonan el país cada vez más pronto, sin que lleguen a asimilar ese estilo de juego que los definía dondequiera que estuviesen. La propia selección brasileña, que tiene una deuda ya irreparable con Djalminha, es un equipo ramplón y triste, que ha perdido la personalidad, y al que cualquier otro equipo planta cara.

Até sempre, Djalminha. Obrigado por tudo.


¡Salud!

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martes, marzo 22, 2005

Internet y las máscaras


‘O make me a mask and a wall to shut from your spies’

El uso de pseudónimos y anónimos, cuando se usan para preservar la intimidad de los autores de lo publicado en internet, tiene el efecto secundario de favorecer la creación de personalidades nuevas, controladas por algunos rasgos reprimidos de la personalidad real de los autores. Gracias a la adopción de la máscara, cuando uno escribe se vuelve más audaz, más lírico, más mordaz, más obsceno o más introvertido que en su comportamiento cotidiano. Pero la máscara, como muchos personajes literarios, acaba por independizarse y exigir libertad de acción más allá del estrecho camino que su creador quiso imponerle.

Veamos el artículo de Juan Eduardo Cirlot sobre las máscaras incluído en su Diccionario de símbolos (editorial
Siruela). Escribe Cirlot:

"Todas las transformaciones tienen algo de profundamente misterioso y de vergonzoso a la vez, puesto que lo equívoco y ambiguo se produce en que algo se modifica lo bastante para ser ya ‘otra cosa’, pero aún sigue siendo lo que era. Por ello, las metamorfosis tienen que ocultarse; de ahí la máscara. La ocultación tiende a la transfiguración, a facilitar el traspaso de lo que se es a lo que se quiere ser; éste es su carácter mágico, tan presente en la máscara teatral griega como en la máscara religiosa africana u oceánica. La máscara equivale a la crisálida. Unas máscaras muy especiales son las que se usan en las ceremonias de iniciación de algunos pueblos de Oceanía, según Frazer. Los jóvenes mantienen los ojos cerrados y el rostro cubierto con una máscara de pasta o greda. Aparentan no entender las órdenes dadas por un anciano. Gradualmente se recuperan. Al día siguiente se lavan y se limpian la costra de greda blanca que les tapaba los rostros e incluso los cuerpos. Con ello finaliza su iniciación. Aparte de este significado, el más esencial, la máscara constituye una imagen. Y tiene otro sentido simbólico que deriva directamente del de lo figurado de tal suerte. Llega la máscara en su reducción a un rostro, a expresar lo solar y energético del proceso vital. Según Zimmer, Shiva creó un monstruo leontocéfalo de cuerpo delgado, expresión de su insaciable apetito. Cuando su criatura le pide una víctima que devorar, el dios le dice que coma de su mismo cuerpo, cosa que el monstruo realiza reduciéndose a su aspecto de máscara. Hay un símbolo chino, llamado T’ao T’ieh, la ‘máscara del ogro’, que pudiera tener un origen parecido".

Me ha sorprendido al releer las entradas anteriores de La cueva de Montesinos un tono subterráneo que no reconozco y que está en cierto modo alejado de la intención que dio origen a esta bitácora. El tono, el humor, de esas entradas, con la excepción quizás del comentario sobre
Dama de Porto Pim, no se corresponde perfectamente con esa intención original y creo que ello se debe a mi asunción de la máscara, a la aparición de una personalidad que difiere de la mía; de un personaje, que al amparo de un nombre escogido conscientemente y paso a paso va construyéndose a sí mismo hasta lograr convertirse en el encargado de decidir qué porcentaje de lo que se publica en esta bitácora responderá al plan original que él no se propuso. De portavoz ha pasado a propietario; de prestar su cara y su nombre, ha pasado a usar su propia voz.

Esta entrada de hoy es un intento de recuperar el control o, mejor dicho, de alcanzar una transacción con lo que
Klingsor ha llegado a ser para que a partir de ahora exista un equilibrio entre sus deseos y los de quien creó este cuaderno de notas. La cita de Dylan Thomas que encabeza la entrada de hoy no es la única idea relacionada con las máscaras y su poder liberador que teníamos ambos en mente.

Es casi imposible pensar en máscaras y pasar por alto a
Ensor, para quien eran reflejo de todos los recovecos del alma. En su Autorretrato con máscaras, de 1899, las máscaras, alegres, desquiciadas, macabras, malévolas, hieráticas o, sencillamente indiferentes, rodean al pintor contándonos todo lo que éste y su loco sombrero no nos cuentan. Y es que es eso para lo que sirven: para permitir que aflore lo que la consciencia normalmente no permite salir a la luz. Las máscaras que preservan la intimidad y otorgan libertad son preferibles al anonimato que oculta a los cobardes. La máscara interpone un escudo, un interfaz, pero no oculta la presencia de quien habla através de ella ni evita el contacto con los interlocutores, en tanto que el anonimato exime de responsabilidad por los propios actos. Internet ha defraudado en gran medida las expectativas que creó hace unos años. Se ha convertido en el medio de intercambio de conocimientos más libre que ha conocido el ser humano después del libro. Ha ido incluso un poco más lejos que el libro, dadas las dificultades que plantea a los intentos de censura y persecución. Sin embargo, también se ha convertido en un mercado franco de patrañas, falsificaciones, montajes, bulos y falsías malintencionadas, cuando no en una autopista para que nuestro afán autodestructivo llegue a todas partes de forma indiscriminada (¿tienen los virus informáticos otra razón de ser sino el puro terrorismo?). Internet -o su credibilidad, que debería ser su principal virtud- ha fracasado precisamente por la facilidad con la que otorga el anonimato a los irresponsables. La libertad necesita de la responsabilidad para existir, pues los actos irresponsables justifican los argumentos represores y las figuras autoritarias.


¡Salud!

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miércoles, marzo 16, 2005

Imprescindibles (2): el gen coleccionista

Debo de tener ese gen que produce compulsión por acumular cosas de dudoso valor. Lo colecciono todo: marcapáginas, monedas, objetos curiosos... Estoy seguro de que este gen coleccionista es el que, combinado con la senilidad, da lugar al “síndrome de Diógenes” que padecen tantos ancianos que viven solos. Me cuesta horrores tirar las cosas. Siempre pienso que cualquier día podré necesitarlas –y a veces así ha ocurrido después de deshacerme de ellas– y paso días con lo que quiero tirar a la basura delante de mi, en una mesa o un rincón, bien a la vista, para tener que pensar en ello cada vez que paso por delante. Claro que no sólo guardo tonterías, piolines y papeles inútiles, también tengo una colección de tebeos, mis libros, mis discos y mis películas. Mi sueño más querido es tener una biblioteca de las que se ven en los museos y palacios decimonónicos, con librerías que cubran las paredes de un extremo a otro y que vayan del suelo al techo, de madera oscura, con un escritorio enorme, todo de madera noble oscura, un par de sillones orejeros de cuero y, ya sería la leche, una chimenea. Me encerraría en ella días y noches, me crecería la barba, tendrían que traerme la comida y mi mujer -desde el otro sillón y con los "Sonetos" de Shakespeare o "La divina comedia" entre las manos- se quejaría de mi falta de higiene, de cómo pierdo el tiempo y de todo tipo de problemas que a mi me resultarían completamente incomprensibles. Finalmente, moriría plácidamente a causa de atrofia física y todo lo que habría logrado acumular durante toda una vida de gasto desenfrenado sería malvendido por mis herederos (si pudiese encontrar tiempo para engendrarlos, claro).

Pero no divaguemos, que esto va de cine. La anterior entrada de La cueva de Montesinos dejó pendiente el tema de cuáles serían mis películas imprescindibles, y vaya por delante desde el principio que, como me sucede respecto a la literatura y la música, no puedo elaborar ninguna lista sencilla ni ordenada jerárquicamente. Cuando empecé a grabar películas de la televisión y comprar cintas de vídeo no seguía ningún criterio: grababa todo lo que los periódicos y las revistas destacaban, así como cualquier película –aunque no la hubiese visto nunca– que perteneciese a mis directores favoritos: Hawks, Ford, Cukor, Allen, Visconti, Berlanga, McCarey, Lubitsch, Wilder, Renoir, Bergman, Truffaut, Preston Sturges, Mann, Peckinpah, Kurosawa, Scorsese... Llegué así a reunir más de cuatrocientas cintas de vídeo, algunas de ellas con hasta cuatro películas. Al cabo de unos años, la humedad empezó a dar cuenta de ellas, y para mi desesperación tuve que ir tirando la mayoría a la basura. Es un recuerdo doloroso.

Con el deuvedé, me juré que no iba a perder la cabeza. Decidí que sólo iba a hacerme con las películas que me fueran IM-PRES-CIN-DI-BLES y que restringiría al máximo el gasto y el volumen de mi colección. Para ello, pensé, bastaba con ir comprando las cosas de toda esa gente que siempre me había gustado e incluso podría seguir las recomendaciones de la lista publicada por John Kobal ("Las cien mejores películas", Alianza Editorial). Esta lista, a diferencia de otras demasiado subjetivas, demasiado discutibles, está elaborada por un montón de especialistas, críticos y profesionales de todo el mundo y me pareció muy solvente. Cien películas, aparte de las que me interesasen y que no entraban en la lista de Kobal, me pareció un razonable punto de partida. Además, entre esas cien hay películas que, decidamente, no tengo ninguna gana de poseer, como “2001, Odisea del espacio” (el pestiño más grande que hizo nunca Kubrick), “Lo que el viento se llevó” (que me tiene bastante harto), “Alguien voló sobre el nido del cuco” (no soporto a Ken Kesey), “El mago de Oz” (ídem respecto a Judy Garland), “Signos de vida” (ídem respecto a Werner Herzog, aunque en ésta no aparezca Klaus Kinski) o “La noche de los muertos vivientes” (a mi juicio, el inicio de la decadencia del género fantástico/de terror). En resumen, que la lista me parece, en general, muy acertada y una guía muy cómoda y fácilmente adaptable a mis gustos particulares.

Al cabo de tres años, he llegado a reunir 250 películas, 60 de ellas pertenecientes a la lista de Kobal, aunque para ello he tenido que recurrir a tiendas especializadas en importación (Phenomena, Escridiscos, ambas de Madrid) y me haya tenido que hacer con un reproductor deuvedé multizona.

Entre las joyas de mi colección se encuentra la edición hecha por
Criterion de “8 ½” de Fellini; la filmografía casi completa de Tarkovski; “Los viajes de Sullivan” (“Sullivan’s Travels”); cinco películas de Dreyer; “Oro en barras” (“The Lavender Hill Mob”) o “La regla del juego” (“La régle du jeu”). De las editadas en España, no sé qué destacar. Quizá el cine oriental, mejor tratado por el deuvedé de lo que estuvo por el vídeo: Ozu, Shindô, Mizoguchi, Oshima, Satyajit Ray. Con todo, no estaré contento hasta que recupere completamente lo que he perdido de Öphuls, Kurosawa o del cine mudo. Considerando la extraña política de publicación seguida por las compañías, no pierdo la esperanza.

Estoy muy agradecido al formato digital por ser prácticamente inmune a los ataques de moho.

¡Salud!

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martes, marzo 15, 2005

Imprescindibles (1)

Cuando uno se da de alta en muchas páginas web –esta de bloggers, sin ir más lejos– se le pide que responda a unas cuantas preguntas a fin de completar un perfil personal que quedará a disposición del resto de los visitantes de la página. Así cualquier internauta puede buscar una bitácora cuyo propietario comparta su gusto por el shushi, los chihuahuas y la lucha libre mejicana (¡viva Superbarrio!) y así entablar una relación a la que tantas coincidencias auguran un futuro fructífero y duradero. El caso es que a mi me resulta imposible contestar a preguntas como ¿cuál es tu disco/película/libro favorito? Tales listas no sólo serían interminables, sino que variarían de un día para otro, de una hora a la siguiente, dependiendo de mi estado de ánimo, de lo que me pueda estar pasando a cada momento, de lo que me cuente un amigo, de lo que me duela... Es lo que le pasa a Rob, el protagonista de “Alta fidelidad” (“High Fidelity” libro de Nick Hornby, disponible en Ultramar Editores; película de Stephen Frears con John Cusack, también disponible en dvd en el catálogo de Disney/Buenavista).

Un día, una periodista le encarga a Rob que elabore una lista con sus canciones favoritas y Rob, que se ha pasado toda su vida esperando que alguien le hiciese esa proposición, responde sin vacilar, pero al poco tiempo telefonea a la chica para decirle que ha cambiado de opinión, y poco más tarde vuelve hacerlo para darle una tercera lista. Rob es un profesional de las listas. Elaborar una tras otra (“las cinco mejores canciones sobre la muerte”, “los cinco mejores discos para un lunes por la mañana”) es el pasatiempo al que dedican la mayor parte de su jornada laboral él y sus empleados en Championship Vynil. En la película, Rob nos cuenta que hace tiempo que él y sus colegas decidieron que no importaba quién eras, sino las películas que habías visto, los discos que habías escuchado y los libros que habías leído. La suya no es una biografía compuesta por fechas, acontecimientos personales, familiares y laborales, sino por los productos culturales que han consumido. Me he encontrado con esa idea, preocupante y maravillosa a un tiempo, varias veces: en Borges o en Gubern, por ejemplo.

Si aceptamos entonces que nuestra vida se alimenta de esas fuentes, ¿cómo es posible cumplir con la tarea de escoger sólo una parte de lo que nos hace ser lo que somos? Mis listas tendrían que incluir miles de entradas y no podrían estar ordenadas más que alfabéticamente. Serían listas de imprescindibles, de cosas sin las que la vida -mi vida- sería infinitamente más aburrida.

Resulta además curioso comprobar cuántas obras “canónicas” entrarían en esas listas. Hace unos cuantos años tuve una revelación: me di cuenta de que llevaba años y años leyendo sin ningún orden ni concierto y que pasaba por alto muchas de las que se supone que son las grandes obras de la literatura universal. Esas obras de las que, además, todo el mundo habla pero nadie parece haber leído. Decidí entonces que me dedicaría a leer toda la literatura canónica que pudiera: literatura griega y romana, mitología india, obras medievales y del Renacimiento, Tolstoi, Dostoievski, Zweig, Faulkner, Melville, Flaubert, Rimbaud, Hesse, Chéjov, Pessoa, Goethe, Marlowe, Rilke, Schnitzler, Lautrémont, Mann, Torga, Wilde, Chaucer... ¿Para qué perder el tiempo con best-sellers sin haber leído antes las obras que han dado forma a la sociedad occidental tal y como la conocemos? Reconozco que puedo haberme vuelto un poco fundamentalista en el proceso, porque mi compromiso no sólo me alejaba de los banales best-sellers, sino también del noventa y cinco por ciento de la buena literatura contemporánea y, en consecuencia, de mis amistades, que leían por igual “Lituma en los Andes”, “El perfume” o “La insoportable levedad del ser”. Yo tuve que recuperar esas obras más tarde, ponerme al día con la lectura de obras estimables aunque sea pronto para otorgarles la categoría de clásicas.


A pesar de todo, creo que de todas las obras canónicas que he leído, muy pocas serían imprescindibles para mi. No quiero decir esas vacas sagradas no me impresionaran, que no me dejaran huella alguna, sino que hay otras obras, de menor lustre, que sí que me obsesionan, que me hacen volver a ellas una y otra vez y en las que siempre puedo reconocerme. Podría aceptar verme privado del “Fausto” de Goethe o de “Guerra y paz” o “Madame Bovary” (y hasta de “Hamlet”, si se me apura) pero me resulta imprescindible releer de vez en cuando “La conjura de los necios” (“A Confederacy of Dunces”), “El Napoleón de Notting Hill” (“The Napoleon of Notting Hill”) o la ya citada “Alta fidelidad”.

En cuanto a la música, mi respuesta a la pregunta de qué música me gusta sería muy sencilla: rock, rock y rock. Y dentro de ella entraría, aparte del rock propiamente dicho, toda la música negra norteamericana (del blues al funk, pasando por el rhythm and blues y el soul) y lo que vulgarmente se conoce como “pop” (etiqueta ridícula a la que cualquier día de éstos dedicaremos unas líneas), así como el punk y la música jamaicana y brasileña y –perdónperdónperdón– el jazz. No creo que pudiera entrar en muchos más detalles, aunque alguna vez traté de hacerlo.


Una vez, mientras me llevaba en su coche de vuelta del trabajo, un compañero me pidió que le dijera qué cinco (¡cinco!) discos me llevaría a una isla desierta. Y no me permitía discografías completas. Yo fui el primer sorprendido cuando le respondí, casi sin vacilar: el primer disco de la Velvet Underground, un recopilatorio completito de los Ramones, el primer disco de los Clash, el “Psychocandy” de The Jesus & Mary Chain y, para relajarme de vez en cuando, el “Astral Weeks” de Van Morrison.

Antes de descubrir el punk (gracias al primer disco de los Clash) a la tierna edad de trece años, me tragaba cualquier basura que pusieran los 40 principales; después de ese disco ya nada volvió a ser lo mismo. Con el paso de los años, me fui refinando, ampliando los estilos que me gustaban y, modestamente, creo que he llegado a adquirir un gusto bastante aceptable aunque mi resistencia a las novedades hace que acepte ciertas cosas con un cierto retraso. Lo que me sorprendió de la respuesta que di a mi compañero fue que me aficioné a todos esos discos (excepto a Van Morrison, que descubrí algunos años más tarde) a la edad de quince o dieciséis. Es decir, que los discos que me resultan imprescindibles son los que descubrí antes, por mucho que me gusten cosas más sofisticadas con las que me he cruzado después (R.E.M., Sly & The Family Stone, Television, Ocean Colour Scene, o Kraftwerk).

Los últimos cedés que me he grabado contienen las siguientes canciones:

1.- highway to hell (acdc)
2.- should stay or should i go (clash)
3.- what's the frequency kenneth? (REM)
4.- unfair (pavement)
5.- stoned out of my mind (jam)
6.- candy everybody wants (10,000 maniacs)
7.- policemen & pirates (OCS)
8.- swallow my pride (ramones)
9.- mars bars (undertones)
10.- here comes your man (pixies)
11.- sugar kane (sonic youth)
12.- stop (dirtbombs)
13.- sometimes always (Jesus & Mary Chain)
14.- pride (in the name of love) (U2)
15.- shake some action (grease version) (flamin' groovies)
16.- septiembre (enemigos)
17.- bondage up yours (x-ray spex)
18.- i fought the law (clash)
19.- my brain is hanging upside down (bonzo goes to bitburg) (ramones)
20.- howling at the moon (ramones)
21.- blitzkrieg bop (ramones)

Curiosamente, titulé esta recopilación como “Things I like most”. Y que no se me enfaden los de la SGAE, que soy dueño de copias legales de todos los discos de donde proceden esas canciones. Me gustó tanto el resultado final, y me quedé tan satisfecho de mi mismo, que me animé a hacer un “Volume Two”, que consta de los siguientes temas:

1.- born to run (springsteen)
2.- heroes (bowie)
3.- train in vain (clash)
4.- la cuenta atrás (enemigos)
5.- there she goes again (VU)
6.- the passenger (iggy pop)
7.- tumbling dice (stones)
8.- tangled up in blue (dylan)
9.- the weight (band)
10.- yesterday’s numbers (flamin' groovies)
11.- rollin' over (small faces)
12.- she said she said (beatles)
13.- in my mind (fleshtones)
14.- river deep, mountain high (ike & tina turner)
15.- livin' for the city (dirtbombs)
16.- i don't wanna grow up (tom waits)
17.- you shook me all night long (acdc)
18.- friday on my mind (easybeats)
19.- rosalyn (pretty things)
20.- pills (bo diddley)
21.- california sun (ramones)
22.- vivir sin ti (salvajes)

Toda una selección ¿eh?

Aún tendríamos que hablar de cine, pero lo dejaremos para otra ocasión, que estos apuntes son cada vez más largos.

¡Salud!

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viernes, marzo 11, 2005

"Dama de Porto Pim", de Antonio Tabucchi (Anagrama Panorama de Narrativas)

Es este un libro de una gran belleza, dominado por una melancolía a la que el estilo fragmentario de la narración no permite convertirse en protagonista absoluta. Los grandes escritores parecen alcanzar un punto en su carrera en el que pierden interés por observar las estrictas reglas de la narración tradicional (o son incapaces de hacerlo) y buscan formas de expresión que les permitan comunicar lo inexpresable: esos sentimientos que demandan para declararse una libertad mayor de la que gozaban hasta ese momento. Nacen así libros que no son diarios, ni memorias, ni relatos, sino la mezcla de todo ello. Son obras en las que, a veces, el escritor desnuda algo más que su esencia personal para hacer partícipe al lector de cómo se gestan las ideas que luego se desarrollan, sometidas a una infinitud de vacilaciones y mudanzas, antes de alcanzar la forma de la historia tal y como será publicada. Así nos cuenta Sergio Pitol en El arte de la fuga (Anagrama, Narrativas Hispánicas) el origen de su novela El desfile del amor (también publicada por Anagrama). También nos habla de los años que modelaron su formación como escritor, sus viajes, sus residencias fuera de Méjico, su labor como editor y traductor, se refiere a otros colegas con los que ha mantenido relación y comenta libros que lo han impresionado al tiempo que nos confía la naturaleza de la relación que lo une a su perro Pancho.

También pertenece a este tipo de libros Dama de Porto Pim, si bien aquí los textos se unen en forma de narración para contar una historia sobre el finis terrae de las Açores y sobre el finis vitae de la civilización, representada por el fin de las ballenas, el fin de los marinos balleneros que las cazaban y el despoblamiento de las islas. "Pero usted ¿por qué ha querido participar en esta jornada, (...) por simple curiosidad?" pregunta el patrón ballenero de Una caza al escritor extranjero que se ha embarcado en una caza de ballena. La respuesta del narrador, dada a media voz por pudor y lástima no puede ser más desoladora: "quizás porque estáis los dos en extinción". La escena de la caza no escatima los detalles más crueles de la agonía del animal en busca de una mitificación de una forma de vida condenada. La vida del poeta Antero de Quental sugiere una búsqueda, la persecución de un fin, de un sentido que no alcanzamos, con suerte, más que al final y entonces... El libro se cierra con un post scriptum en el que Una ballena ve a los hombres y los ve imperfectos, torpes, alborotadores, con dificultades para amarse y entenderse, tristes.

¡Salud!

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jueves, marzo 10, 2005

"De culto"

Parece que ahora nadie puede llegar a ser nadie en el mundo de la cultura sin haber sido, o seguir siendo, un autor “de culto”. Cuando uno se pasea por la Fnac, se encuentra con que todas las recomendaciones que la multinacional del ocio (cuyo compromiso con la cultura no es más que un sonsonete vacío) hace a sus clientes mediante sus publicaciones y cartelitos se basan en el carácter “de culto” del artista o de la obra en cuestión. La sociedad del espectáculo no admite discusión a los adjetivos que utiliza para exprimir al máximo los beneficios de las banalidades que nos fuerza a consumir. El consumo de los productos que los expertos de la Fnac consideran dignos de pertenecer a la “discoteca/videoteca ideal” nos conferirá el carácter de participantes en un secreto que prestigia nuestra cultura y nos convertirá, a buen seguro, en la envidia de nuestras vecinas.Todos ellos son, claro está, productos “de culto” realizados por autores “de culto”. Pero ¿qué quiere decir, en realidad, que algo es “de culto”? La definición de la expresión parece un poco vaga, ya que, por un lado indica que la calidad de la cosa es indiscutible, al tiempo que, por otro lado, se apunta a una falta de divulgación, de público, de éxito masivo; de ahí esa sensación como de “estar en el ajo”, de conocer algo que no todos, aunque deberían, conocen. De hecho, los miembros de esos cultos suelen renegar amargamente de sus objetos de adoración en cuanto éstos empiezan a ser reconocidos por grandes masas de público, como si el reconocimiento universal les privase repentinamente de la calidad que antes atesoraban. Así se han precipitado muchos ícaros que osaron acercarse en demasía al sol de la comercialidad: los R.E.M. posteriores a “Green” son unos vendidos que se dejaron el talento en algún pasillo de la multinacional que produce sus discos. Pero dejémoslo en ese ejemplo. La lista de “vendidos”, sobre todo en el campo del rock, sería demasiado prolija para reproducirla aquí.

Debe notarse, sin embargo, que existen algunos ejemplos de artistas que parecen resistirse a perder el status “de culto” a pesar de que ya no son desconocidos para la mayoría del público. Uno de ellos es
Aki Kaurismäki, cineasta finlandés dotado de un talento más que considerable y de una personalidad distinta que se impone en todas sus películas. Kaurismäki se ganó los laureles del culto con una película cuyos valores objetivos no alcanzan para otorgarle la categoría de obra maestra: la hilarante “Leningrad Cowboys Go America” (Svenska Filminstitut / Villealfa Film Production, 1989). Tras ella, vinieron la estupenda "La chica de la fábrica de cerillas" ("Tulitikutehtaan tyttö"; Svenska Film Institut/Villealfa Film Production; 1989) y la desasosegante “Yo contraté un asesino a sueldo” ("I Hired a Contract Killer" Channel Four/Svenska Film Institut/Villealfa Film Production; 1990). En 1996 Kaurismäki realizó “Nubes pasajeras” ("Kauas pilvet karkaavat";Metro/Sputnik Oy) que transmite un mensaje optimista y desprende esa ternura que el finlandés siente por la gente sencilla, agobiada por problemas materiales que amenazan con destruir sus vidas y que sólo ambiciona –por pura modestia, no por incapacidad– sufrir lo menos posible. El estilo del finlandés se define precisamente gracias a esa visión optimista, cariñosa y aparentemente neutra, pero cargada de un sutilísimo sentido de la ironía y el humor con la que retrata a los componentes de ese grupo social.

Las cuatro son buenas películas, entretenidas y bien hechas, y conforman lo más destacable de la filmografía kaurismakiana, con la excepción de
Un hombre sin pasado ("Mies vailla menneisyyttä"; Pandora/Sputnik Oy; 2002). Es aquí donde mejor se conjugan todos esos elementos distintivos para conseguir una obra deliciosa, plena de humor, lirismo y sensibilidad, y absolutamente disfrutable hasta el último minuto de su metraje.

Con todo, “Un hombre sin pasado” recibió numerosos premios internacionales (Cannes entre ellos) y fruto de ello el reconocimiento a Kaurismäki ha crecido hasta un punto que no imaginaban sus más antiguos seguidores. Su público se ha ampliado; su obra tendrá a partir de ahora más posibilidades de disfrutar de mayor distribución y de una promoción más eficiente y, en consecuencia, muchos de esos admiradores antiguos, entusiastas de sus obras menores y peores, se sentirán defraudados de no ser ya los únicos que participaban del conocimiento de su filmografía y renegarán de él, lo acusarán de haberse vuelto comercial y, como consecuencia, le retirarán la consideración “de culto”. Consideración que parece un tanto exagerado si tenemos en cuenta que se le concedió por tres películas originales y frescas, pero no de una calidad fuera de lo común.

En conclusión, lo más recomendable parece mantener una distancia crítica y hasta irónica con las etiquetas que el comercio aplica con tanta facilidad a los productos culturales. De lo contrario, correremos el riesgo de aceptar la calidad de obras y autores sólo por su obscuridad, por lo remoto y exótico de su procedencia; para acabar descubriendo al cabo del tiempo que no había para tanto y que debemos revisar nuestras consideraciones por habernos apresurado a aceptar juicios interesados que sólo tratan de imponer nuevas modas.

Con esta reflexión no pretendemos negar la existencia de esa cualidad “de culto” que acompaña a muchos autores (entendemos, por ejemplo, que a esta categoría podrían pertenecer cineastas como Cassavetes, Schraeder o Tarkovski; músicos como Nick Cave, Roland Kirk o la mismísima Velvet Underground; y hasta escritores como Clarice Lispector o Anthony Burgess), sino pedir un poco de prudencia a la hora de adjudicar etiquetas en ámbitos tan delicados como el de la cultura.

¡Salud!

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A modo de presentación

Bienvenidos a mi bitácora personal. La he bautizado con el nombre de la famosa cueva de Montesinos porque en ella vivió don Quijote la más fantástica y maravillosa de sus aventuras y yo me planteo esta bitácora como un sitio mágico y fantástico en el que aparecerán comentarios sobre cualquier cosa que me mueva a la reflexión. El nombre incluído en la URL (The Forest Of Arden) también pertenece a otro lugar mágico y, sin embargo, real donde todo es posible: el bosque de Arden shakesperiano. Mi intención es publicar algo a medio camino entre el diario personal (de ahí que publique los mensajes con pseudónimo) y el comentario sobre los temas que me interesan: literatura, cine, música, arte...

Espero que esta cueva se llene de amigos que concuerden y discrepen de lo que aquí se publique. Para que se tenga una ligera idea de mis circunstancias personales valga la siguiente ficha:

No he cumplido 33 años. He vivido en Pontevedra, Londres y Madrid y me gustaría hacerlo en Lisboa. Fuera de España, he estado en diferentes lugares de Irlanda, Dinamarca, Holanda, Suecia, Portugal y el Reino Unido. No quisiera
"dulce y repentinamente desvanecerme
y no ser visto nunca más
"
sin haber visto antes Viena, Florencia, Salvador de Baía, Cartagena de Indias, Nueva Orleans y París. Soy profesor de secundaria. Soy capaz de comunicarme y leer en portugués e inglés, además de español y gallego, claro. Hace tiempo aprendí un poco de danés, del que no recuerdo casi nada. He elegido el pseudónimo de Klingsor, por identificación con el personaje de la novela de Herman Hesse “El último verano de Klingsor”, que Hugo Pratt en la aventura de Corto Maltés titulada “Las Helvéticas” relacionó con Wolfram von Eschenbach, autor de “Parzival”. Todas estas referencias han permanecido conmigo durante muchos años y siempre vuelvo a ellas para encontrar restos de quién fui y nuevos mensajes que esperan el momento adecuado para ser descubiertos. Para el resto de obras que han marcado mi vida y más detalles sobre ésta, emplazo a “mis improbables lectores” a futuras entregas de esta bitácora.


¡Salud!