miércoles, marzo 16, 2005

Imprescindibles (2): el gen coleccionista

Debo de tener ese gen que produce compulsión por acumular cosas de dudoso valor. Lo colecciono todo: marcapáginas, monedas, objetos curiosos... Estoy seguro de que este gen coleccionista es el que, combinado con la senilidad, da lugar al “síndrome de Diógenes” que padecen tantos ancianos que viven solos. Me cuesta horrores tirar las cosas. Siempre pienso que cualquier día podré necesitarlas –y a veces así ha ocurrido después de deshacerme de ellas– y paso días con lo que quiero tirar a la basura delante de mi, en una mesa o un rincón, bien a la vista, para tener que pensar en ello cada vez que paso por delante. Claro que no sólo guardo tonterías, piolines y papeles inútiles, también tengo una colección de tebeos, mis libros, mis discos y mis películas. Mi sueño más querido es tener una biblioteca de las que se ven en los museos y palacios decimonónicos, con librerías que cubran las paredes de un extremo a otro y que vayan del suelo al techo, de madera oscura, con un escritorio enorme, todo de madera noble oscura, un par de sillones orejeros de cuero y, ya sería la leche, una chimenea. Me encerraría en ella días y noches, me crecería la barba, tendrían que traerme la comida y mi mujer -desde el otro sillón y con los "Sonetos" de Shakespeare o "La divina comedia" entre las manos- se quejaría de mi falta de higiene, de cómo pierdo el tiempo y de todo tipo de problemas que a mi me resultarían completamente incomprensibles. Finalmente, moriría plácidamente a causa de atrofia física y todo lo que habría logrado acumular durante toda una vida de gasto desenfrenado sería malvendido por mis herederos (si pudiese encontrar tiempo para engendrarlos, claro).

Pero no divaguemos, que esto va de cine. La anterior entrada de La cueva de Montesinos dejó pendiente el tema de cuáles serían mis películas imprescindibles, y vaya por delante desde el principio que, como me sucede respecto a la literatura y la música, no puedo elaborar ninguna lista sencilla ni ordenada jerárquicamente. Cuando empecé a grabar películas de la televisión y comprar cintas de vídeo no seguía ningún criterio: grababa todo lo que los periódicos y las revistas destacaban, así como cualquier película –aunque no la hubiese visto nunca– que perteneciese a mis directores favoritos: Hawks, Ford, Cukor, Allen, Visconti, Berlanga, McCarey, Lubitsch, Wilder, Renoir, Bergman, Truffaut, Preston Sturges, Mann, Peckinpah, Kurosawa, Scorsese... Llegué así a reunir más de cuatrocientas cintas de vídeo, algunas de ellas con hasta cuatro películas. Al cabo de unos años, la humedad empezó a dar cuenta de ellas, y para mi desesperación tuve que ir tirando la mayoría a la basura. Es un recuerdo doloroso.

Con el deuvedé, me juré que no iba a perder la cabeza. Decidí que sólo iba a hacerme con las películas que me fueran IM-PRES-CIN-DI-BLES y que restringiría al máximo el gasto y el volumen de mi colección. Para ello, pensé, bastaba con ir comprando las cosas de toda esa gente que siempre me había gustado e incluso podría seguir las recomendaciones de la lista publicada por John Kobal ("Las cien mejores películas", Alianza Editorial). Esta lista, a diferencia de otras demasiado subjetivas, demasiado discutibles, está elaborada por un montón de especialistas, críticos y profesionales de todo el mundo y me pareció muy solvente. Cien películas, aparte de las que me interesasen y que no entraban en la lista de Kobal, me pareció un razonable punto de partida. Además, entre esas cien hay películas que, decidamente, no tengo ninguna gana de poseer, como “2001, Odisea del espacio” (el pestiño más grande que hizo nunca Kubrick), “Lo que el viento se llevó” (que me tiene bastante harto), “Alguien voló sobre el nido del cuco” (no soporto a Ken Kesey), “El mago de Oz” (ídem respecto a Judy Garland), “Signos de vida” (ídem respecto a Werner Herzog, aunque en ésta no aparezca Klaus Kinski) o “La noche de los muertos vivientes” (a mi juicio, el inicio de la decadencia del género fantástico/de terror). En resumen, que la lista me parece, en general, muy acertada y una guía muy cómoda y fácilmente adaptable a mis gustos particulares.

Al cabo de tres años, he llegado a reunir 250 películas, 60 de ellas pertenecientes a la lista de Kobal, aunque para ello he tenido que recurrir a tiendas especializadas en importación (Phenomena, Escridiscos, ambas de Madrid) y me haya tenido que hacer con un reproductor deuvedé multizona.

Entre las joyas de mi colección se encuentra la edición hecha por
Criterion de “8 ½” de Fellini; la filmografía casi completa de Tarkovski; “Los viajes de Sullivan” (“Sullivan’s Travels”); cinco películas de Dreyer; “Oro en barras” (“The Lavender Hill Mob”) o “La regla del juego” (“La régle du jeu”). De las editadas en España, no sé qué destacar. Quizá el cine oriental, mejor tratado por el deuvedé de lo que estuvo por el vídeo: Ozu, Shindô, Mizoguchi, Oshima, Satyajit Ray. Con todo, no estaré contento hasta que recupere completamente lo que he perdido de Öphuls, Kurosawa o del cine mudo. Considerando la extraña política de publicación seguida por las compañías, no pierdo la esperanza.

Estoy muy agradecido al formato digital por ser prácticamente inmune a los ataques de moho.

¡Salud!

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