sábado, noviembre 19, 2005

Punk

Antes de leer ésto quizá deberíais leer Rastros de carmín, de Greil Marcus y ver Westway To The World y The Filth And The Fury, de Don Letts y Julien Temple, respectivamente, porque todos los aspectos del punk que comentaremos aquí nacen de las conclusiones extraídas de ese libro y esas dos películas.

Resulta triste que tantos años después de su implosión, el punk siga siendo el movimiento más incomprendido y peor tratado de la historia del rock y la cultura en general. El dadaísmo y los situacionistas ya han alcanzado un status de respetabilidad que permite la aparición de estudios serios y el montaje de grandes exposiciones en los principales museos de todo el mundo (irónicamente, los mismos museos que simbolizan el mundo con el que ambos grupos pretendían terminar). La imagen del punk, sin embargo, sigue siendo tratada sólo como un escupitajo a todo lo que el rock y la sociedad occidental en general pudieran considerar sagrado. Su orientación ideológica, sus objetivos críticos, sus logros musicales, la fuerza motriz que impulsó a miles de personas a expresarse dentro de sus códigos se obvian sistemáticamente para centrarse sólo en sus aspectos más banales: los escándalos, las drogas, las peleas, los montajes publicitarios. Los críticos parecen alcanzar la satisfacción más grande cuando pueden demostrar que no importa lo bajo que uno está cuando empieza ni lo alto que puede llegar; cuando se desafía al sistema de manera absoluta, siempre se acaba cayendo. Empiezas siendo un paria, escalas un par de peldaños y acabas siendo una piltrafa humana que ha pagado un precio muy alto por atacar lo intocable. Dicho de otra manera: se trata de la clásica historia del don nadie que sube a lo más alto pisoteando todo lo que encuentra en su camino para caer desde ahí a una posición aún más ínfima de la que empezó. La mística del perdedor vende. Y la moralidad reaccionaria exige moralejas a todas las historias.

El ensayo de Greil Marcus, Rastros de carmín,consigue establecer una genealogía del movimiento punk que lo dignifica. Marcus fija sus orígenes muy muy lejos en el tiempo y sitúa al punk en el punto álgido de todos los movimientos político-religiosos rebeldes de la historia, desde las herejías medievales, hasta los situacionistas franceses. Puede parecer exagerado, pero en ningún modo es injustificado. En el camino, Marcus demuestra que sí es posible que un americano entienda de qué iba el punk, a pesar de la penosa respuesta del público estadounidense durante la gira que puso el punto final a los Pistols. Y ya podemos decirlo sin ambajes: el punk fue más allá de la música, de la ropa y del nihilismo. La mayor traición que se cometió con el punk fue, como dice Johnny Rotten en The Filth And The Fury, su conversión en una moda, cuando desapareció su carácter experimental, contestatario y creativo y la banalidad y la uniformidad estética e ideológica se impusieron. Los punks dejaron de ser participantes y se convirtieron en seguidores. La filosofía que había dado origen al punk: el “hazlo tú mismo” y el “sé tú mismo” desapareció repentinamente, sustituída por el feísmo consumista, la heroína y el impulso autodestructivo que acabó con Sid Vicious.

Varias son las características más apreciables del punk: la renovación musical; la búsqueda de la dignidad personal y la expresión de inconformidad con el estado de las cosas. En la década de los 70, el rock había tocado fondo: autocomplaciente, conformista, escapista, conservador, grandilocuente, vacuo... la gran estafa del rock’n’roll. En el Reino Unido las cosas se pusieron tan mal que a la prensa musical le daba vergüenza hablar de “rock” y comenzaron a recuperar una etiqueta que marcara las distancias: el “pop”. La situación social británica en esa época es de sobra conocida: desempleo galopante, gobierno laborista indolente, la falta absoluta de oportunidades económicas y sociales provocaba de manera continuada estallidos violentos en los barrios más conflictivos de las grandes ciudades, así como interminables sucesiones de huelgas en todos los sectores. Reinaba la sensación de que no había futuro para nadie; de que los parias habían sido traicionados por los líderes que habían jurado protegerlos y que seguirían siendo parias hasta el fin.

Y entonces, como por casualidad, los Pistols aparecen para cuestionarse todas las razones que sustentaban la realidad: el rock podía recuperar su energía primero y su significación después; cualquier ser humano es una persona y mediante la liberación de toda la rabia y el resentimiento que lo ahoga puede llegar a emitir una opinión significativa sobre el mundo que lo rodea. Los Pistols eran el referente estético y filosófico; los Clash el político. Pero no eran ingenuos. Joe Strummer lo tenía claro: aunque sabían de sobra lo que les disgustaba, no disponían de soluciones para lo que iba mal en su mundo. La simple expresión de la propia dignidad “no soy un animal” y de toda la rabia y el asco contenido ya suponían una declaración de principios.

Cuando los Clash firmaron por CBS, el fanzine Sniffin’ Glue certificó avant la lettre la muerte del punk. A posteriori, muchos le echan la culpa a las maquinaciones del trickster MacLaren, incluídos Johnny Rotten y Steve Jones (se cargó a los Pistols; se cargó a Sid Vicious; por extensión, cayó el punk, convertido en un apéndice comercial de este británico ejemplar del avida dollars: un simple vendedor de chaquetas de cuero, mohicanos, heroína). Parece más plausible admitir que si bien MacLaren hizo lo posible por cargarse al grupo, el punk cayó víctima de la energía que el movimiento liberó en un único y fugaz destello. No sólo es más hermoso así, también es más significativo.


¡Salud!

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