lunes, abril 02, 2007

Cómo adaptar una obra inadaptable... o no


Se han escrito cosas muy duras contra esta versión/adaptación de la maravillosa obra de Laurence Sterne –uno de esos clásicos que todo el mundo menciona y nadie se toma la molestia de leer–, y la verdad es que es algo injusto. Para empezar, como se repite en todas las críticas, resulta imposible trasladar todos los contenidos del libro a otros medios, porque se trata de una obra tan frustrante y generosa como la vida que trata de reflejar. A ver si podemos aclarar un par de elementos que sitúen la adaptación que Winterbottom y Coogan han hecho en su debido contexto.

En primer lugar, lo que sí es posible adaptar es el argumento de la novela: Tristram Shandy, caballero, de edad madura, dotado de una cultura tan considerable como su conocimiento de los hechos y hazañas de su familia, trata de escribir su autobiografía, a la que acompañará de sus opiniones sobre cualquier tipo de acontecimiento que surja al hilo de la narración. Nada más empezar, Tristram se plantea una cuestión: ¿por dónde empezar? Hacerlo por su nacimiento queda inmediatamente descartado porque ello supondría privar al lector interesado de una serie de informaciones particulares sobre la familia Shandy que el autor juzga imprescindibles para entenderlo a él tal y como ha llegado a ser. Se remonta entonces al momento de su concepción, en el que la decisión de su padre de variar una norma doméstica, provoca un despiste que tendrá fatales consecuencias en el carácter y constitución de nuestro protagonista (al no estar sus espíritus presentes en su tarea, el niño tendrá tendencia a la melancolía y la fantasía). A partir de ahí, la historia de Tristram y su familia y allegados (el párroco Yorick, el cabo asistente de su tío Toby, los criados de Shandy Hall y la viuda Wadman) salta una y otra vez hacia delante y hacia atrás originando la incredulidad, el fastidio y la resignación de Tristram, incapaz de dominar su historia, pero dando lugar también al regocijo del lector, que disfruta de ese caos tan cuidadosamente dispuesto y tan hilarante.

Es ahora cuando hay que señalar, que precisamente ése es el motivo central que da cohesión a la narración: los personajes principales (Tristram, su padre y su tío) poseen caracteres metódicos hasta la obsesión, sienten pasión por lo que hacen y tratan de explicar todo eso a los demás… sin conseguirlo nunca. Efectivamente, tras más de trescientas páginas y nueve libros, Tristram no ha conseguido llegar más allá de sus primeros cuatro años de vida; no ha podido contar los acontecimientos de esos cuatro años de manera coherente y lineal y se ve forzado a contemplar cómo su historia da vueltas alrededor de un puñado de hechos aparentemente triviales.

Por su parte, Walter Shandy, su padre, que ha elaborado un complejo sistema pedagógico que trata de realizar en Tristram, ve frustrados todos sus esfuerzos por oscuras fuerzas que escapan a su control y que consisten en… la esencia humana. Su despiste –y el de su mujer– durante la concepción de Tristram influirán en la figura de su hijo, que, además, será bautizado con lo que él considera el peor de los nombres posibles. Por último, su Tristopaedia, cuyo objetivo es recoger de modo absoluto todo lo necesario para la correcta educación de su hijo, avanza más lenta de lo que crece su vástago, que no puede aprovecharse así de las teorías de su padre.

Y finalmente, el tío Toby, que a pesar de la exactitud extrema con la que construye sus maquetas es incapaz de explicar cómo y dónde había recibido una herida durante una acción bélica; herida que provoca las preguntas de todo el que oye la historia, incluida la encantadora viuda Wadman, que alberga esperanzas de casarse con él pero desea cerciorarse de que la misteriosa herida no lo ha dejado incapacitado para cumplir las obligaciones conyugales.

Todos ellos fracasan a la hora de comunicarse con los demás y con el mundo que los rodea, porque los obsesiona la exactitud de lo que desean comunicar y no sólo se ven traicionados por el lenguaje, ambiguo y cargado de potenciales sentidos que confunden más que aclaran, sino también por la comprensión de las personas, a las que es imposible imponer un significado unívoco de lo que se les cuenta. De esa manera, a Tristram lo derrotan los hechos que intenta ordenar y aclarar y que resisten cualquier tipo de ordenación sistemática; a Walter Shandy lo vencen el tiempo y la realidad humana; y al tío Toby su ingenuidad e inocencia y su afán de exactitud en el detalle (cuando la gente pregunta dónde recibió su herida, vagamente localizada en la zona inmediata a las ingles; lo que quiere saber es si ésta afectó, y en qué medida, a sus genitales, pero él responde mostrando en su detallada maqueta del asedio a Namur el punto exacto en que se encontraba cuando fue alcanzado por la artillería enemiga).

Añádase a este “argumento” que todo el libro está plagado de atrevidos recursos narrativos muy raros en una obra del siglo XVIII, como las formas de algunas páginas (una completamente negra cuando se cuenta la muerte del párroco Yorick, otra con motivos ornamentales, otras con diagramas y líneas que reproducen los movimientos de algunos personajes en vez de describir esos movimientos verbalmente), las repetidas apelaciones directas al lector/oyente (herederas de las del Quijote, pero más atrevidas) y la misma estructura narrativa, que había de influir en gente como Joyce o Burgess.

Con todo ello, Winterbottom y Coogan han hecho lo único posible: adaptar el caos del argumento y mantener el tema de la imposibilidad de la comunicación plena mostrando al mismo tiempo el caos de un rodaje. Coogan se desdobla en Tristram y su padre, pero también hace de un tal Steve Coogan, estrella de cine insegura y de carácter débil, rodeada de otras gentes con similares problemas de comunicación y relación con sus semejantes: la ayudante de dirección experta en cine europeo; el compañero de reparto sin habilidades sociales y que se siente a la sombra del protagonista del film sin darse del todo cuenta de que provoca en éste similares sentimientos de inseguridad; el director, los guionistas y los productores a los que los cambios en la película hacen perder el control del trabajo que tenían entre manos; o la gran estrella americana que ve que su trabajo de dos semanas de rodaje, por el que había renunciado a gran parte de su “caché” se ve reducido en el montaje final a una brevísima aparición sin importancia…

Y ese es el gran acierto de esta versión/adaptación de Tristram Shandy: que reproduce fielmente lo que la novela tiene de inadaptable: ese maravilloso desorden que nos frustra en nuestros proyectos pero nos reconcilia con nuestra condición de humanos y que hace que disfrutemos intensamente de las paradojas que dirigen en realidad nuestras vidas. Por eso ha dicho el director que su película gusta a aquellos a los que les gusta el libro. No estoy muy seguro de qué habría encontrado en ésta de no haber conocido aquel previamente, pero siendo las cosas como son, yo la he disfrutado muchísimo.


¡Salud!

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